Más de un centenar de personas muertas y unas cincuenta heridas de carácter grave fue el trágico balance de un violento y espectacular accidente ferroviario ocurrido por un fallo humano la noche del 15 de noviembre de 1945 entre las estaciones de Fuente Santa y Gérgal al chocar frontalmente un tren de mercancías y un tren correo cuando ambos circulaban en la misma dirección.
Era noche cerrada en la estación de Gérgal, en las faldas de la sierra de los Filabres, en Almería, cuando el silbato rompió la calma. Pasaban 59 minutos de la medianoche y el jefe de estación había solicitado vía franca al de Fuente Santa. Poco después ordenaba la salida del tren correo 1.802. La cornetilla del jefe del convoy anunció su conformidad y la máquina, una locomotora 240 de Renfe conocida como el ‘Mastodonte’, comenzó a chirriar por el esfuerzo: arrastraba siete unidades, 162 toneladas de peso. José Lúcar Molina, el responsable esa madrugada en Gérgal, que al parecer llegaba de la matanza de un cerdo y que según uno de los testigos solía beber, no tardó en darse cuenta de un error fatal. En sentido contrario avanzaba el ‘uvero’, el tren de mercancías 6.831 con 15 vagones y 221 toneladas.
El subjefe de estación arrambló con las 265 pesetas y 74 céntimos que había en la caja y se fugó. Ya intuía lo que iba a pasar. Unos pocos minutos más tarde, en torno a las 1.15 horas del 15 de noviembre de 1945 (el próximo domingo se cumplen 70 años), en el tren correo que avanzaba hacia Fuente Santa, en una amplia curva situada a dos kilómetros de Gérgal, el soldado José Medina, el fogonero de la locomotora, advirtió el mercancías a diez metros de distancia. Solo tuvo tiempo de gritar «¡Que nos matamos!». Al instante, entrando en la trinchera Zamora (la trinchera es un paso de las vías rodeado de tierra y, a diferencia de un túnel, está descubierto) se produjo una brutal colisión.
Por un lado, un convoy con cerca de 300 pasajeros; por otro, un mercancías atiborrado con cientos de toneles de uva, boquerones, sardinas y minerales. El golpe fue muy violento, pero no lo peor. Una serie de fatalidades se combinaron y el número de víctimas se disparó. Dos vagones se quedaron en posición vertical por el choque, con tan mala suerte que contactaron con los cables de la catenaria. Se produjo una descarga de 5.400 voltios y algunos viajeros, electrocutados, murieron en su asiento.
La desgracia no concluyó ahí. Al parecer, desde la central eléctrica pensaron que los fusibles saltaban por un error o porque el mercancías necesitaba toda la potencia para subir por la fuerte pendiente de 21 kilómetros entre Santa Fe y Gérgal. Esto era algo habitual en el trasiego ferroviario del transporte del hierro extraído de las minas de Alquife y la sierra de los Filabres con dirección al puerto de Almería, así que volvían a dar la corriente.
Las sacudidas se repetían y al derramarse el aceite de estraperlo que viajaba escondido en un vagón, se produjo un gran incendio en el que murieron calcinados numerosos pasajeros. Los vecinos de Las Alcubillas Altas, una aldea próxima al punto kilométrico 211,200 de la línea Linares-Almería, se despertaron sobresaltados al escuchar el estruendo. Cargados de mantas, café, coñac y aguardiente se acercaron con candiles para auxiliar a los heridos, en una gélida noche que contrastaba con el calor que emitían las llamas. Los pasajeros que resultaron ilesos fueron caminando hasta la estación de Gérgal para informar del suceso y pedir ayuda.
A las dos de la madrugada reaccionó la Policía Armada y a las cuatro comenzaron a salir los trenes de socorro desde Granada, Almería y Guadix. Esa tardanza también costó varias vidas. Se desconocía la causa del siniestro y al principio no se descartaba que fuera un sabotaje de los maquis. Hacía seis años que había concluido la Guerra Civil, pero aún quedaban por la sierra algunos de estos guerrilleros, también conocidos como los ‘disertaos’ o los ‘huidos’.
Las líneas ferroviarias todavía contaban con militares armados. Uno de los que viajaba en el tren 1802 era Horencio Zarco. El capitán de infantería iba acompañado de su mujer y sus cuatro hijos: Aurelia (15 años), Antonio (12), Miguel (7) y Joaquín (1). El segundo y el pequeño murieron en el accidente y fueron enterrados, como la mayoría de las víctimas, en Gérgal. Años después, incapaz de superar el mazazo, la madre de los niños pidió que sus restos fueran trasladados hasta Almería para poder visitarlos a diario.
Muchas vidas quedaron marcadas para siempre y hoy, pasados 70 años, a los descendientes de los supervivientes y a los contados protagonistas que siguen con vida aún les cuesta hablar de aquel terrible accidente. Herminia Machado, apenas tenía 9 años, pero insiste en que aquel «horror» jamás podrá sepultarlo. «Recuerdo que en la estación de Guadix, entonces tan importante o más que la de Almería, se dejó la mínima luz en señal de luto. Aquella noche no dormí y al día siguiente fui testigo del horror. Lo que quedaba de los electrocutados y calcinados lo metían todo en una caja. Ahí murió mucha gente, mucha...».
Las hemerotecas apenas reflejan la catástrofe. Datos falseados por el franquismo y noticias arrinconadas en lugares menores. Solo el ‘Yugo’, altavoz del Régimen, se atrevía a informar con amplitud sobre el suceso. Pero el número de víctimas no tenía nada que ver con la realidad.
«Bailan las cifras, pero los muertos son muchos más de los que se reconocen». La memoria de Renfe fijaba el balance anual (todas las víctimas de 1945) en 41 muertos y 593 heridos. Una burla macabra. Apoyándose en el informe pericial, se concluye que de los cerca de 300 pasajeros, 146 resultaron ilesos y otros 39 heridos. Eso totaliza 185 supervivientes. O dicho de otra forma: más de cien muertos. Se contabilizaron 22 cadáveres, 11 esqueletos carbonizados y 6 cráneos semicarbonizados. Los otros 93 se dieron por desaparecidos, pero es probable que quedasen reducidos a cenizas en aquel incendio colosal.
La vía no quedó expedita hasta las 19.40 horas del 17 de noviembre, casi tres días después. Y durante un mes los vecinos de Alcubillas, contratados por Renfe, siguieron recogiendo restos de las víctimas alrededor de los raíles. Muchos fueron enterrados en un pequeño mausoleo, casi una fosa común, levantado cerca de la trinchera, pero el tiempo y la desidia de los dirigentes dejaron aquel recuerdo (el único que había de uno de los accidentes ferroviarios más graves de la historia de España) completamente abandonado.
El 24 de noviembre de aquel año, un maqui encontró un cuerpo sin vida en el paraje de la Loma de los Garcías. José Lúcar había salido escopetado aquella noche infausta al sospechar que su despiste, totalmente injustificado, iba a resultar letal. Cruzó a su casa, al otro lado de las vías, se despidió de su mujer y su hija, y cogió un revólver. A uno o dos kilómetros de allí, víctima de los remordimientos, se pegó un tiro.