Más de un centenar de personas muertas y unas cincuenta heridas de carácter grave fue el trágico balance de un violento y espectacular accidente ferroviario ocurrido por un fallo humano la noche del 15 de noviembre de 1945 entre las estaciones de Fuente Santa y Gérgal al chocar frontalmente un tren de mercancías y un tren correo cuando ambos circulaban en la misma dirección.
Por un lado, un convoy con cerca de 300 pasajeros; por otro, un mercancías atiborrado con cientos de toneles de uva, boquerones, sardinas y minerales. El golpe fue muy violento, pero no lo peor. Una serie de fatalidades se combinaron y el número de víctimas se disparó. Dos vagones se quedaron en posición vertical por el choque, con tan mala suerte que contactaron con los cables de la catenaria. Se produjo una descarga de 5.400 voltios y algunos viajeros, electrocutados, murieron en su asiento.
Las sacudidas se repetían y al derramarse el aceite de estraperlo que viajaba escondido en un vagón, se produjo un gran incendio en el que murieron calcinados numerosos pasajeros. Los vecinos de Las Alcubillas Altas, una aldea próxima al punto kilométrico 211,200 de la línea Linares-Almería, se despertaron sobresaltados al escuchar el estruendo. Cargados de mantas, café, coñac y aguardiente se acercaron con candiles para auxiliar a los heridos, en una gélida noche que contrastaba con el calor que emitían las llamas. Los pasajeros que resultaron ilesos fueron caminando hasta la estación de Gérgal para informar del suceso y pedir ayuda.
A las dos de la madrugada reaccionó la Policía Armada y a las cuatro comenzaron a salir los trenes de socorro desde Granada, Almería y Guadix. Esa tardanza también costó varias vidas. Se desconocía la causa del siniestro y al principio no se descartaba que fuera un sabotaje de los maquis. Hacía seis años que había concluido la Guerra Civil, pero aún quedaban por la sierra algunos de estos guerrilleros, también conocidos como los ‘disertaos’ o los ‘huidos’.
Las líneas ferroviarias todavía contaban con militares armados. Uno de los que viajaba en el tren 1802 era Horencio Zarco. El capitán de infantería iba acompañado de su mujer y sus cuatro hijos: Aurelia (15 años), Antonio (12), Miguel (7) y Joaquín (1). El segundo y el pequeño murieron en el accidente y fueron enterrados, como la mayoría de las víctimas, en Gérgal. Años después, incapaz de superar el mazazo, la madre de los niños pidió que sus restos fueran trasladados hasta Almería para poder visitarlos a diario.
Muchas vidas quedaron marcadas para siempre y hoy, pasados 70 años, a los descendientes de los supervivientes y a los contados protagonistas que siguen con vida aún les cuesta hablar de aquel terrible accidente. Herminia Machado, apenas tenía 9 años, pero insiste en que aquel «horror» jamás podrá sepultarlo. «Recuerdo que en la estación de Guadix, entonces tan importante o más que la de Almería, se dejó la mínima luz en señal de luto. Aquella noche no dormí y al día siguiente fui testigo del horror. Lo que quedaba de los electrocutados y calcinados lo metían todo en una caja. Ahí murió mucha gente, mucha...».
Las hemerotecas apenas reflejan la catástrofe. Datos falseados por el franquismo y noticias arrinconadas en lugares menores. Solo el ‘Yugo’, altavoz del Régimen, se atrevía a informar con amplitud sobre el suceso. Pero el número de víctimas no tenía nada que ver con la realidad.
«Bailan las cifras, pero los muertos son muchos más de los que se reconocen». La memoria de Renfe fijaba el balance anual (todas las víctimas de 1945) en 41 muertos y 593 heridos. Una burla macabra. Apoyándose en el informe pericial, se concluye que de los cerca de 300 pasajeros, 146 resultaron ilesos y otros 39 heridos. Eso totaliza 185 supervivientes. O dicho de otra forma: más de cien muertos. Se contabilizaron 22 cadáveres, 11 esqueletos carbonizados y 6 cráneos semicarbonizados. Los otros 93 se dieron por desaparecidos, pero es probable que quedasen reducidos a cenizas en aquel incendio colosal.
La vía no quedó expedita hasta las 19.40 horas del 17 de noviembre, casi tres días después. Y durante un mes los vecinos de Alcubillas, contratados por Renfe, siguieron recogiendo restos de las víctimas alrededor de los raíles. Muchos fueron enterrados en un pequeño mausoleo, casi una fosa común, levantado cerca de la trinchera, pero el tiempo y la desidia de los dirigentes dejaron aquel recuerdo (el único que había de uno de los accidentes ferroviarios más graves de la historia de España) completamente abandonado.
El 24 de noviembre de aquel año, un maqui encontró un cuerpo sin vida en el paraje de la Loma de los Garcías. José Lúcar había salido escopetado aquella noche infausta al sospechar que su despiste, totalmente injustificado, iba a resultar letal. Cruzó a su casa, al otro lado de las vías, se despidió de su mujer y su hija, y cogió un revólver. A uno o dos kilómetros de allí, víctima de los remordimientos, se pegó un tiro.