Los tres procesos superpuestos que retrató Ilya Repin (la autocracia y su poder militar, el progreso económico e intelectual, la protesta popular), desembocaron en el carril único de las dictaduras sucesivas de Lenin y Stalin. Fue un poder totalitario que bajo Stalin recuperó el impulso imperialista de los zares, con una industrialización acelerada donde persistía un grado muy alto de explotación obrera. En el plano estético, el realismo socialista fue el emblema del callejón sin salida en que va a encontrarse el sistema soviético, aun cuando la agresión de Hitler le proporcionara un enorme triunfo, consolidando una dictadura con visos de eternidad. Finalmente, la inferioridad tecnológica respecto de Occidente, la obsolescencia del régimen y el fracaso militar (Afganistán), provocaron su inesperado desplome.
El
mérito de Putin ha consistido en asumir el riesgo de una política
exterior restauradora, neoestaliniana, potenciando el nacionalismo
que parecía perdido. El culto de la personalidad reaparece con
fuerza. Bajo el Estado, prospera un capitalismo favorecido por
inversiones europeas y, como en tiempos de Repin, vuelve la pobreza
al pueblo. Aupado en la opinión pública, que sigue añorando a
Stalin y a la URSS, desde 2014 asume el reto de disputar la hegemonía
a Washington. Para ello precisa neutralizar a Europa y disgregarla,
inutilizando a la OTAN. Es un juego de billar a tres bandas
(expansión, pulso a EE UU, anti-Europa), y en eso está. Con un
respaldo popular explícito de que carecieron el zarismo y la
dictadura soviética.
Hablar
de Rusia como un país libre poco menos es irrisorio, un país donde
no hay libertad de prensa ni de opinión, un país donde no hay
libertad personal o social, por ejemplo, si eres homosexual, un país
donde las elecciones poco menos son un teatro, o un país donde las
mujeres no valen nada, no parece muy democrático. A día de hoy, en
muchas partes del mundo, aún sigue habiendo personas que sin vivir
en épocas pasadas las añoran, y muestra de ello, es el
blanqueamiento e idealización que mucha gente le da a un país como
Rusia.
“Le
recuerdo que en Rusia ser gay no es un crimen, algo que todavía
ocurre en un tercio del mundo”, le respondió Putin a una
periodista tiempo atrás cuando lo consultó por estos temas. En
efecto, la homosexualidad dejó de estar penada por ley en Rusia en
1993, aunque hasta 1999 fue considerada un “trastorno mental”.
Pese a las respuestas que Putin le da a la prensa extranjera cada vez
que lo consulta (“En Rusia tratamos a los miembros de la comunidad
LGBT+ de forma ecuánime, de modo imparcial”), desde 2013 existe
una legislación, conocida como la Ley de Propaganda Homosexual, que
con el supuesto propósito de preservar a los niños, limita toda
expresión de diversidad sexual en público. Cuando la ley se
promulgó, un sondeo del Centro Levada concluyó que para un 37% de
los rusos la homosexualidad era “una enfermedad” y otro 18%
consideraba que debía ser perseguida. Para el 15% de los rusos, ser
gay o lesbiana era “resultado de la seducción dentro de la
familia, en la calle o en una institución”, mientras que para el
26% era “resultado de una mala crianza”.
Quizás
el peor de los datos vienen ahora, si ya ser homosexual es complicado
en un país tan libre como Rusia, nótese la ironía, ser mujer es
mucho peor. En Rusia, un país con 143 millones de habitantes, cada
año de 12.000 a 14.000 mujeres mueren a manos de sus parejas o
familiares, según un estudio del Ministerio de Interior (2012). Esto
supone una mujer cada 40 minutos. Si bien es cierto que no hay cifras
oficiales, básicamente porque no les interesa, las condenas son
nimias. ¿Es lógico que a día de hoy, haya mujeres que consideren
un país idílico a Rusia? La respuesta es no, lógico no es, pero la
realidad es que si las hay.
La
libertad en la prensa cada vez es menor, desde la criminalización de
la difamación hasta prohibir noticias que ofendan los “sentimientos
religiosos de los creyentes”, las leyes de Putin limitan cada vez
más el periodismo. La vaguedad de su redacción permite que se las
aplique de manera arbitraria y selectiva, y está aumentando la
vigilancia sobre quienes promueven la libertad de expresión y buscan
cambiar el statu quo.
Como un sistema de transferencias de jugadores, los principales medios rusos están controlados por el Kremlin. El gobierno maneja las emisoras de televisión (la principal fuente noticiosa de Rusia) desde comienzos de los 2000, cuando arrebató ORT y NTV a los magnates Boris Berezovsky y Vladimir Gusinsky, respectivamente. Tras la revolución de 2014 en Ucrania, estas y otras emisoras nacionales elevaron sus niveles de propaganda a favor del gobierno.
Por ejemplo, un documental que emitió la emisora estatal Rossiya 1 en 2015 acusó falsamente a la activista de derechos humanos Nadezhda Kutepova de “espionaje industrial”, lo que acabó causando su exilio. Al año siguiente, el mismo canal usó documentos falsificados para acusar a Alexei Navalny, personaje crítico del gobierno, de ser un agente para la organización de inteligencia británica MI6.
El control de Putin sobre los medios estatales se ha ido endureciendo desde diciembre de 2013, cuando los canales se reagruparon en el consorcio Rossiya Segodnya para mejorar la presentación de la “narración” de Rusia.
La televisión no es el único medio controlado por el Kremlin: también internet está sucumbiendo. Hay sitios web bloqueados, se vigila a blogueros, se censuran motores de búsqueda y agregadores de noticias, y las VPN están prohibidas. Este abril, Rusia cortó el acceso a la red de mensajería cifrada Telegram, uniéndose a países como China e Irán.
Lo más preocupante de todo es que cada vez más usuarios de internet están yendo a la cárcel por sus comentarios en las redes sociales, o por simplemente apoyar contenidos con un me gusta’. Hoy, Rusia tiene menos libertad de prensa y más periodistas, comunicadores y blogueros en la cárcel que en cualquier otro momento tras el colapso de la Unión Soviética en 1991.
Como un sistema de transferencias de jugadores, los principales medios rusos están controlados por el Kremlin. El gobierno maneja las emisoras de televisión (la principal fuente noticiosa de Rusia) desde comienzos de los 2000, cuando arrebató ORT y NTV a los magnates Boris Berezovsky y Vladimir Gusinsky, respectivamente. Tras la revolución de 2014 en Ucrania, estas y otras emisoras nacionales elevaron sus niveles de propaganda a favor del gobierno.
Por ejemplo, un documental que emitió la emisora estatal Rossiya 1 en 2015 acusó falsamente a la activista de derechos humanos Nadezhda Kutepova de “espionaje industrial”, lo que acabó causando su exilio. Al año siguiente, el mismo canal usó documentos falsificados para acusar a Alexei Navalny, personaje crítico del gobierno, de ser un agente para la organización de inteligencia británica MI6.
El control de Putin sobre los medios estatales se ha ido endureciendo desde diciembre de 2013, cuando los canales se reagruparon en el consorcio Rossiya Segodnya para mejorar la presentación de la “narración” de Rusia.
La televisión no es el único medio controlado por el Kremlin: también internet está sucumbiendo. Hay sitios web bloqueados, se vigila a blogueros, se censuran motores de búsqueda y agregadores de noticias, y las VPN están prohibidas. Este abril, Rusia cortó el acceso a la red de mensajería cifrada Telegram, uniéndose a países como China e Irán.
Lo más preocupante de todo es que cada vez más usuarios de internet están yendo a la cárcel por sus comentarios en las redes sociales, o por simplemente apoyar contenidos con un me gusta’. Hoy, Rusia tiene menos libertad de prensa y más periodistas, comunicadores y blogueros en la cárcel que en cualquier otro momento tras el colapso de la Unión Soviética en 1991.