La talidomida, un fármaco que en sus primeros años de comercialización era considerado muchísimo más inofensivo de lo que resultó ser, se lanzó al mercado alemán a finales de 1957. Tres años después, se vendía ya en 46 países. Usado al principio como sedante para combatir al insomnio, y poco después también como calmante de náuseas matutinas asociadas al embarazo, entre algunos otros usos, este fármaco se hizo muy popular en su breve etapa de esplendor, llegando su consumo a aproximarse al de la aspirina y vendiéndose incluso sin receta médica.
Sin embargo, su auge no tardó en ser seguido por un espectacular incremento de casos de bebés nacidos con graves malformaciones, concretamente una modalidad extrema del raro síndrome conocido como focomelia, el cual consiste, a grandes rasgos, en un subdesarrollo en extremidades, que deja a la persona con por ejemplo un brazo o pierna reducidos a un minúsculo muñón. Otros trastornos, físicos o mentales, acompañaron a muchos casos, y la mortalidad de los bebés más afectados fue notable (alrededor del 50 por ciento).
La focomelia puede estar provocada por causas naturales, pero resultó evidente para las autoridades sanitarias que un aumento tan grande de casos en un síndrome tan infrecuente no era normal en absoluto y que debía estar provocado por algo muy concreto y probablemente presente en el entorno cotidiano.
La labor casi detectivesca de algunos médicos que investigaron qué podían tener en común los embarazos que desembocaron en el nacimiento de bebés con focomelia, estrecharon el cerco en torno a la talidomida, hasta que finalmente se demostró que este medicamento era mucho más peligroso de lo creído y que su consumo tenía la culpa del espectacular auge de nacimientos de bebés con focomelia.
En marzo de 1962, el medicamento fue prohibido para los usos que tan populares habían sido en la mayoría de los países donde se había estado vendiendo. La "catástrofe de la talidomida", como se la llamó, se cobró miles de muertes de bebés, dejó a miles de supervivientes afectados de por vida por las secuelas, y demostró que el nivel de exigencia de investigaciones sobre la seguridad de nuevos fármacos había sido demasiado bajo. A partir de entonces, eso cambió drásticamente, para evitar que pudiera volver a ocurrir algún día una catástrofe parecida.
Desde 1962, se han sucedido investigaciones científicas para conocer mejor los efectos de la talidomida y poder ayudar más a los afectados, así como litigios legales (dos juicios recientes fueron el de noviembre de 2013 en España y el de febrero de 2014 en Australia).
Una investigación científica, cuyos resultados se han presentado recientemente, profundiza en el mecanismo por el cual la talidomida ejerció sus efectos nefastos.
El equipo de Noam Shomron, Arkady Torchinsky y Eyal Mor, de la Universidad de Tel Aviv en Israel, ha logrado identificar un regulador genético que, bajo el efecto de la talidomida o agentes similares, activa procesos que conducen a las malformaciones de miembros típicas de la focomelia. El descubrimiento ofrece un blanco específico sobre el que actuar en posibles situaciones futuras.
Los investigadores realizaron experimentos sobre ratas y ratones en el laboratorio, observando los casos de focomelia en extremidades posteriores o anteriores de los animales.
Después de análisis genéticos exhaustivos en todas las extremidades de los animales (tanto las sanas como las anómalas), los investigadores consiguieron identificar al gen p53 como el regulador genético (el "interruptor" exacto que se activa o desactiva durante los procesos genéticos críticos estudiados) que cuando está bajo la influencia perniciosa de la talidomida se convierte en el primer responsable material de la malformación. Los autores del estudio también identificaron al MicroRNA34a (MicroARN34a) como el gen sobre el cual, "río abajo" en la cadena de efectos, el p53 ejerce su influencia.
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